Calles, Obregón y el fusilamiento del padre Miguel Agustín Pro, S.J.

 “Son sus amigos”, le dijo.

 “No tengo amigos”, dijo él.

 “Y si acaso me quedan algunos ha de ser por poco tiempo”.

Gabriel García Márquez, El general en su laberinto. 

El 23 de noviembre de 1927 fue fusilado el jesuita Miguel Agustín Pro, por órdenes del presidente Calles, acusándolo de haber participado en un complot para asesinar al general Álvaro Obregón cuando se perfilaba a su reelección como presidente de la república.

El país se encontraba inmerso en la Guerra Cristera por la ofensiva callista contra los católicos. El conflicto parece un cálculo fallido de Plutarco Elías Calles porque, del lado del otrora profesor en Guaymas, no estuvo el necesario conocimiento militar sobre el terreno de las batallas, la capacidad operativa de sus fuerzas y la moral de su enemigo. Jean Meyer ha resaltado que Calles no creyó que los católicos se fueran a levantar en armas, y después les dio a lo más unas semanas para rendirse.  Parece no haber previsto las consecuencias de la serie de medidas que montó contra la grey católica, desde la fundación de una Iglesia cismática, a principios de su gobierno, a la ley que reformó el Código Penal para el Distrito y Territorios Federales, sobre delitos del fuero común, y para toda la República, sobre delitos contra la Federación, que finalmente derivó en la suspensión de cultos el 31 de julio de 1926.

Ese desprecio por el adversario que exhibió el comandante en jefe de las fuerzas armadas nacionales tal vez prueba lo que Héctor Aguilar Camín y Lorenzo Meyer han señalado en A la sombra de la Revolución Mexicana (Cal y Arena, 1990) sobre los efectos de la rebelión delahuertista de 1923, la que «arrastró tras de sí los últimos señores de la guerra con prestigio nacional y mando autónomo de tropas». Después de ella no quedaron más que el caudillo y su sucesor, «gigantescos en el centro de un vacío de liderato».

No se discute aquí la calidad de Calles como político y creador de instituciones, pero por lo que toca a la Guerra Cristera se metió en un laberinto del que sólo salió cuando Portes Gil, ya presidente constitucional interino, arribó con la Iglesia Católica a los «Arreglos de 1929».

Para mediados de 1927 los cristeros, con su táctica de guerra de guerrillas, habían consolidado sus posiciones en varias entidades de la república, alimentados por la represión callista que les proporcionaba mártires.  Fue el caso de Anacleto González Flores, el dirigente de la Unión Popular de Jalisco, asesinado por autoridades el primero de abril de ese año, a pesar de que el abogado tramitó dos amparos, concedidos «bajo el concepto de (suspender) el acto reclamado consistente en la amenaza contra la vida del quejoso».

A pesar de la gran capacidad del general Amaro en la Secretaría de Guerra y Marina, el ejército federal tenía que volver, una y otra vez, a recuperar territorios, con el consabido desgaste físico y el descrédito moral, porque en muchos pueblos toda la gente estaba identificada con el movimiento opositor. «A causa del carácter popular de la insurrección —ha escrito Jean Meyer— y de la permanencia de sus motivaciones, los alzamientos se repetían, no bien se marchaban las columnas (militares)».

Del lado cristero, el general Enrique Gorostieta, el regiomontano que había servido a las órdenes de Felipe Ángeles como notable artillero, pasó de ser un mercenario contratado por la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa (LNDLR) a un convencido de la causa católica, y que llegó a declarar: «¿Con esta clase de hombres crees que podamos perder? ¡No, esta causa es santa y con esos defensores no es posible que se pierda!».  Como lugarteniente de Gorostieta servía Heriberto Navarrete quien, al terminar la Cristiada, entró a la Compañía de Jesús. Los jesuitas que lo conocieron me dijeron que entregó su pistola en la portería cuando entró al noviciado.Lo conocí cuando era profesor en el Instituto de Ciencias de Guadalajara y me di cuenta del respeto que le guardaban los jóvenes estudiantes.

Desde la óptica de Álvaro Obregón Salido, el único general invicto de la Revolución Mexicana, la situación en muchas regiones del país a partir de mediados de 1927 no podía ser más preocupante. Un militar como él tenía que saber que la Guerra Cristera iba para largo y sus amigos norteamericanos, los mejor informados de la realidad mexicana, le debieron hablar al oído de las perspectivas del conflicto religioso.

Pudo ser eso, junto a la pretensión del cuestionado líder de la CROM, Luis N. Morones, de ser presidente de México con el eventual apoyo callista, lo que fortaleció la convicción de que Obregón era la única solución para dirigir el país, a falta de otro líder carismático y con ascendiente militar. Después de todo era una exigencia de sus partidarios en ambas cámaras del Congreso de la Unión, aquellos que a finales de 1926 ya le habían asegurado la reforma constitucional necesaria para su reelección.

No sabemos si la Liga (LNDLR) consideraba que la política anticlerical callista gozaba del beneplácito del candidato presidencial que se encaminaba a su reelección, y que tenía que eliminarlo a como diera lugar.

El fallido atentado al hombre fuerte de Huatabampo, el 13 de noviembre de 1927, en el contexto de la férrea resistencia que sus lugartenientes Serrano y Gómez presentaron a su reelección, alarmó al presidente Calles, quien ordenó el fusilamiento de los implicados, y también del sacerdote jesuita Miguel Agustín Pro Juárez, a quien se acusó injustamente porque su hermano había vendido recientemente el automóvil que sirvió para perpetrar la acción.  Don Plutarco se encontraba en un laberinto.

El encargado de la ejecución de los acusados fue el general Roberto Cruz, jefe de la policía de la Ciudad de México. Cruz era en realidad un obregonista convencido desde 1920 y llegó a ese cargo después de varias responsabilidades importantes.  Según Carlos Martínez Assad, en un trabajo publicado en Relatos e Historias en México, el general Roberto Cruz trató de convencer inútilmente a Calles de proceder a la ejecución después de celebrar un juicio, y no dejó de quejarse de que se le calificara de «un troglodita asesino» después de los hechos, porque únicamente había cumplido órdenes superiores.

El martirio del Padre Pro metió también al caudillo Obregón en un laberinto porque convenció a muchos católicos, y desde luego a León Toral —el hombre que lo ultimaría a mediados de 1928— de que el reelecto presidente prolongaría el conflicto religioso.

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