Banalidad del mal, Gaza y la agonía de la ética, el derecho y la política

 Jesús Bonet– Cristianismo y Justicia

El mal banal

Hannah Arendt, filósofa y politóloga judía alemana, que emigró a EE. UU. antes de que el III Reich propusiera lo que llamó «solución final», que dio origen al genocidio judío, estuvo presente en el juicio que tuvo lugar en Israel contra el criminal nazi Adolf Eichmann. Una valoración del juicio y de la personalidad del acusado figuran en la obra de Arendt Eichmann en Jerusalén[1]. En ella habla de «la lección de la terrible banalidad del mal, ante la que las palabras y el pensamiento se sienten impotentes»[2].

El mal banal, para Arendt, es el causado por quienes no son malvados en sí mismos a causa de una patología previa de su personalidad, pero por ignorancia, falta de reflexión, obediencia ciega o fanatismo terminan cometiendo atrocidades inhumanas; sería el caso de Eichmann. Y, finalmente, si un gobierno está detrás de esas atrocidades, «todo gobierno asume la responsabilidad política de los actos, buenos y malos, de su antecesor, y toda nación la de los acontecimientos, buenos o malos, del pasado»[3].

No sé si Arendt firmaría hoy estas últimas palabras, en el momento en que el Estado de Israel está cometiendo en Gaza un brutal genocidio. Me gustaría pensar que ella sería coherente con lo que escribió hace años cuando era su pueblo la víctima.

El concepto de banalidad del mal fue criticado, casi desde la aparición del libro, por muchos pensadores, Hans Jonas entre ellos. Pero es que, en la práctica, desde el punto de vista de la psicopatología, tan psicópata es el que tiene ese trastorno previo como el que lo desarrolla por la aceptación fanática y paranoicamente deliroide de la violencia sobre otros. No hay un mal banal. El psicópata, con cargo político o sin él, es siempre narcisista, ególatra, carente de ética, de compasión y de sensibilidad ante el sufrimiento ajeno, al que trivializa, ignora o sobre el que ironiza y se burla, sea cual sea el motivo que lo lleva a ello. No es «una persona normal» que coyunturalmente comete un genocidio; es un genocida.

Imagen: Depositphotos

¿Qué más da?

«Los planificadores del terror, los organizadores del enfrentamiento, así como los empresarios de armas, tienen grabada en el corazón la misma frase: “¿Qué más da?”. Una frase que lo contamina y lo instrumentaliza todo, incluso lo más sagrado que tenemos. Incluso a Dios»[4].

Para llegar al «¿Qué más da?» es preciso que aquellas personas sobre las que se ejerce una violencia, y mucho más un genocidio, sean reducidas a objetos, a no-personas, a nadies, como diría Eduardo Galeano.

La humillación, la crueldad sádica y la indiferencia ante el sufrimiento de otros conducen a la cosificación de cualquier ser humano. La tortura, el desprecio, la eliminación social, la muerte física, la destrucción de casas y hogares que pretende arrancar las raíces de un pueblo —tan relacionadas con el hogar familiar—, la destrucción de su organización espacial y temporal, el borrado de su memoria y de su genealogía, la destrucción de su educación, de su cultura y de sus tradiciones de sentido (que son sentido de la vida), la negación de su valor humano… son el resultado de la acción de psicópatas, banales o no, que no se conmueven, ni sienten remordimiento, ni se sienten afectados en su conciencia personal o política, porque la vida de otros no tiene ningún valor. Es más, el genocida puede autoconvencerse de que es un mesías, representante de un pueblo también mesiánico, al que quienes le justifican tienen que sentirse reconocidos.

La agonía de la ética, el derecho y la política

En medio de un genocidio no hay reglas morales, jurídicas o políticas. Parece como si solo quien tiene el poder tiene derechos, dicta normas y puede actuar políticamente a su antojo.

En la situación actual, no hay que olvidar que Israel es un Estado que carece de Constitución formal y de una Carta de Derechos completa que garantice plenamente los Derechos Humanos básicos (incluidas las garantías procesales) y las libertades, incluso para sus propios ciudadanos. No reconoce el Tribunal Penal Internacional. No tiene las fronteras clara y legalmente definidas, y tampoco los límites entre aguas nacionales e internacionales. Su Poder Judicial es muy débil frente a la Knéset (Parlamento) y al Gobierno, que frecuentemente se sitúan por encima de los jueces. El Gobierno controla férreamente los medios de comunicación. Con la connivencia y el apoyo de EE. UU. y la respuesta aséptica y cómplice de la UE, no tiene reparos en eliminar vidas (con las balas, las bombas o el hambre), en anexionarse lo que no es suyo (como ejemplo, los asentamientos en Cisjordania y Jerusalén Este), y tiene algunos dirigentes que necesitan mantenerse en el poder para ocultar sus casos pendientes con la justicia. En resumen, una ausencia total de fundamentos democráticos[5]. Israel es «un Estado sionista, exclusivista, expansionista y cada vez más antidemocrático»[6].

Todo esto es lo más parecido a una agonía de cualquier principio ético, jurídico y político.

Lucha y esperanza, a pesar de todo, ante los «ladrones de futuro»

Una vez más, la voz de Francisco: «Hay que plantar cara a los ladrones de futuro y oponernos a ellos con la convicción de que el único futuro posible pertenece a los hombres y a las mujeres solidarios y a los pueblos hermanados»[7].

Nadie tiene derecho a utilizar como pedestal de su poder los cadáveres de los pobres. Nadie puede creer que la violación sistemática de la dignidad humana garantiza la paz ni la seguridad. Nadie puede defender que el modo de conseguir seguridad estable sea renunciar a los derechos esenciales o aceptar el desprecio de las libertades. Nadie puede arrogarse el poder de eliminar vidas, proyectos, bienes o futuro de otros. Nadie puede pensar que la ignorancia, la desinformación, la manipulación de la verdad o la siembra del odio sean la solución de nada y, mucho menos, que eso puede hacerse sin que nadie se dé cuenta o se rebele.

Las brasas del fuego que quema la paz solo sirven para alimentar más violencia en el futuro. «Apostar por la seguridad no es el camino para respetar los derechos humanos y caminar hacia la paz»[8]. Palestina no es un conjunto de mendigos que piden limosna, sino un pueblo de seres humanos que exigen los mismos derechos que todos. Ninguna estrategia geopolítica justifica la eliminación de la vida de nadie.

No podemos callar. «Las nuevas generaciones se levantarán como jueces de nuestra derrota si la paz solo va a ser “ruido de palabras” y no la llevamos a cabo entre los pueblos de la tierra»[9]. ¡Nunca más tanto sufrimiento!

[1] Barcelona, Penguin Random House, 2023.

[2] Op. cit., p. 368.

[3] Op. cit., pp. 432-433.

[4] Papa Francisco, Esperanza. Autobiografía. Barcelona, Plaza y Janés, 2025, p. 38.

[5] Una síntesis muy clara de este panorama: Dahlia Scheindlin, «La lucha por un nuevo Israel». Política exterior, nº 222, noviembre-diciembre 2024, pp. 140-158.

[6] D. Scheindlin, Art. Cit., p. 148.

[7] Papa Francisco, Op. cit., p. 275.

[8] Adela Cortina, Ética cosmopolita. Barcelona, Planeta, 2021, p. 61.

[9] Papa Francisco, Op. cit., pp. 180-181.


Este artículo fue publicado originalmente en el Blog Cristianisme i Justicia y se reproduce con su autorización.

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