
En la siguiente fábula, el autor ha procurado seguir el consejo de san Ignacio de Loyola, en la contemplación, de ocupar el papel de alguno de los personajes, para revivir con todos los sentidos la experiencia viva de cada pasaje.

Sicar es una aldea recostada como una serpiente dormida en el flanco de la cadena de montañas por donde serpentea el camino de Samaria a Jerusalén.

Jesús entró en nuestras vidas de repente, y en un instante nos pidió que lo dejáramos todo. «Síganme», había dicho.

Yo lo que más recuerdo es la noche en que me contaron los primeros milagros antes aún de conocerle. Esa noche soñé en Él, me lo imaginé grande, magnífico.

Yo conocía la noche de la fe, pero nunca creí que fuera tan profunda. Ni una sola ventana con luz, sólo creer, esperar, cerrar los ojos, entrar en la cuesta arriba.

Sí, es cierto. La fe puede ser un terremoto, no una siesta; un volcán, no una rutina; una herida, no un caparazón; una pasión, no un puro asentimiento.

«Yo soy la resurrección y la vida.
El que cree en mí, aunque muera,
vivirá; y todo el que vive y cree
en mí, no morirá jamás.»

En la siguiente fábula el autor ha procurado seguir el consejo de san Ignacio de Loyola: ocupar el papel de alguno de los personajes para revivir con todos los sentidos la experiencia viva de cada pasaje.

Aquella mañana ya nadie más habló. La noche se había ido por completo, y los que no habíamos hablado nos sentíamos con nuestros propios rostros concentrados adentro de nosotros mismos, con la sensación de quienes están descendiendo al vértigo de su alma.

Entró en mi hogar. Yo le ofrecí un gran banquete. Poco antes, mientras yo trabajaba en mi negocio de impuestos, Él me había dicho, había ordenado: «Sígueme».