Yo lo que más recuerdo es la noche en que me contaron los primeros milagros antes aún de conocerle. Esa noche soñé en Él, me lo imaginé grande, magnífico.
Yo conocía la noche de la fe, pero nunca creí que fuera tan profunda. Ni una sola ventana con luz, sólo creer, esperar, cerrar los ojos, entrar en la cuesta arriba.
Sí, es cierto. La fe puede ser un terremoto, no una siesta; un volcán, no una rutina; una herida, no un caparazón; una pasión, no un puro asentimiento.
«Yo soy la resurrección y la vida.
El que cree en mí, aunque muera,
vivirá; y todo el que vive y cree
en mí, no morirá jamás.»
En la siguiente fábula el autor ha procurado seguir el consejo de san Ignacio de Loyola: ocupar el papel de alguno de los personajes para revivir con todos los sentidos la experiencia viva de cada pasaje.
Aquella mañana ya nadie más habló. La noche se había ido por completo, y los que no habíamos hablado nos sentíamos con nuestros propios rostros concentrados adentro de nosotros mismos, con la sensación de quienes están descendiendo al vértigo de su alma.
Entró en mi hogar. Yo le ofrecí un gran banquete. Poco antes, mientras yo trabajaba en mi negocio de impuestos, Él me había dicho, había ordenado: «Sígueme».
Con las manos vacías. Esto es amar. De eso estaba hablando Jesús. A mí me golpearon aquellas palabras: «Donde está tu tesoro, allí está tu corazón». Toda mi alma se pobló de recuerdos, y en todos había una esquirla de tristeza. Lo que más me pesaba era el dinero. ¿Saben ustedes cuánto mancha el dinero?
Me gustan las verdades tajantes, el agua clara, el fuego que desciende del cielo para destruir a quienes no estén con nosotros y, si se puede, conquistar los primeros lugares del reino.
A mí lo que más me impresionaron fueron sus ojos. Me asomé a ellos y sentí mareo, como si algo estuviera girando en mi propia historia. Al mirarme, sus ojos comenzaron a brillar como si adentro hubieran encendido una luz.