Bárbara de Nicomedia y los mártires del carbón

A la Organización Familia Pasta de Conchos, a las familias que siguen exigiendo justicia y a los jesuitas que han demostrado que el evangelio acompaña a las víctimas.

Los domingos en la misa de mediodía, el padre Martín nos pedía a las niñas y niños del catecismo saludar a la figura de Santa Barbara, que estaba a la orilla derecha del atrio. La saludábamos en una sola voz. En ocasiones me parecía que Santa Barbara se resistía a hacer muecas, que nos miraba y que arqueaba un poco sus labios, como burlándose de nosotros, por eso desviaba mi mirada.

-No se escuchó, ¡díganlo más fuerte! -Nos pedía con el mismo tono con que leía los salmos. Entonces gritábamos y las señoras de bastón y andaderas se reían y nos pellizcaban los cachetes. -Así se debe de saludar a Santa Barbara, patrona de los mineros del carbón -suplicaba el padre. Luego cantábamos Ángeles en el cielo.

El sábado siguiente en el catecismo le pregunté a doña Lupe por qué Santa Barbara era la patrona de los mineros, pero no sabía y sólo dijo que era muy milagrosa. Entonces fui a casa del padre Martín, quien muy amable me recibió y dejó a un lado su TVyNovelas para contarme la vida malograda de Santa Barbara.

-«Barbara, la gran mártir nació y murió en la Nicomedia del Imperio Romano, ella quería creer en Dios, pero su padre, Dióscoro era un desgraciado pagano que creía en otros dioses, por eso la mandó encerrar en un gran castillo, construido solo para evitarle su fe en El Señor. Ahí le tenía maestros y personas a su servicio, pero Barbara, tan inocente como tú, se bautizó y en su habitación construyó tres ventanas, lo hizo por aquello de la Santísima Trinidad. Dióscoro la descubrió y Barbara escapó, aunque no le sirvió de mucho, porque fue capturada y lastimada de múltiples maneras las cuales soportó, demostrando así su gran amor por Dios. Al final Dióscoro la decapitó». Estuvimos en silencio mientras el padre Martín intentaba recordar o corregir algo de lo dicho, y continuaba: -«A Dióscoro lo mató un rayo ese mismo día, por eso se le asocia con las explosiones y por eso es la patrona de los mineros».

Yo siempre había pensado que mi papá era muy inteligente, pero cuando entré a la escuela lo primero que nos dijo la profesora Gloria fue que le echáramos muchas ganas, porque los «burros» terminaban trabajando en los pocitos de carboneros. Luego en septiembre, Gloria pensaba todo lo contrario, pues la independencia de México, en parte la debíamos a personajes como el Pípila, que, con su fuerza y rudeza de minero, había cargado una gran piedra en su espalda y a gatas con antorcha en mano, había incendiado la Alhóndiga de Granaditas. Era un minero y un héroe patrio, por eso los niños nos peleábamos en cada representación para caracterizarnos de él. Gloria, siempre le daba el papel a Gabriel, el más aplicado. Aunque en el salón se decía que su mamá le pagaba a la maestra para favorecerlo en todos los festejos.

La cosa cambió cuando todos los del barrio entramos a la secundaria. Coincidimos con los del barrio del Tiro Cuatro y todos los días eran de aventarnos un tiro, en donde por lo general ellos ganaban. Le teníamos miedo a Erbey, el más grande, había reprobado sexto y sus casi catorce años lo hacían el líder de su grupo y el más temido de la secundaria. Si no fuera por su bigote, seguiría siendo un niño, aunque su cuerpo era un poco fornido. Sus manos de adulto, precisamente su puño derecho, era la cosa que más pánico nos provocaba, pues había desarrollado un tamaño descomunal al entrenar con un costal de arena y romperse los nudillos. Nunca lo dijimos, nunca lo aceptamos y cuando nos propinaba golpes nos aguantábamos el llanto.

En marzo el sindicato de los napoleones pidió a la secundaria un número para la conmemoración de los 40 años sobre la explosión de la mina del pueblo. El profesor de Español preparó la declamación de una poesía sobre aquel festejo.

En aquella ocasión Gabriel se enojó porque eligieron a Pablo como la voz principal. El homenaje fue en la plaza, frente al Monumento al Minero Caído, una estatua de latón en donde una madre cargaba en sus brazos el cadáver de su hijo, imagen que simulaba a la Virgen de la Piedad y que tenía escrita en bronce la frase: «Hijo, caíste cumpliendo tu deber».

El padre Martín ofició la misa y estaba a un lado de Jacinto, el alcalde y los integrantes del sindicato. El ejército realizó los honores a la bandera y después fue nuestra presentación.

– «Minero, héroe de fuerza y valentía, que con orgullo lleva carbón en las venas», -Declamábamos los niños. Las niñas daban un paso al frente levantaban la mirada y firmes y coordinadas decían: «¡Entregamos a tus entrañas a nuestros hombres!». Aquella presentación nos valió como regalo una playera de Grupo México y un 10 para todos en Español al final del curso.

En la prepa la cantidad de alumnos disminuyó, Erbey ya no entró, pues se fue a los pocitos que le venden carbón a la CFE, quería juntar dinero para irse a Monclova a entrenar para ser luchador, porque de allí eran sus ídolos como el L.A. Park o el Volador. En un principio se dijo que trabajaba como huesero, limpiando la hulla en el patio, pero se descubrió que bajaba a tumbar carbón cuando se cayó del malacate y perdió su brazo, el del puño grandote.

A media prepa entró Joaquín, el que de niño era monaguillo y nieto de doña Lupe. Desde que nació su abuelo siempre dijo que «estaba bueno para minero», y lo quería meter a la mina, como había metido a su hijo, quién además era chivero por las tardes. A Joaquín le gustaba el beisbol, por eso nos invitó a Gabriel, y a mí, a entrar al equipo de la preparatoria «Los mineros» y jugábamos en un parque que AHMSA instaló como regalo al pueblo. El parque tenía pasto sintético y contaba con más alumbrado que todas las calles juntas. Además, las gradas tenían mallas y si la pelota se salía los aficionados no tenían que esquivar o escapar del golpe. En cada partido nosotros le echábamos muchas ganas, porque era la oportunidad para salir de las minas y formar parte de los «Acereros de Monclova», pero siempre contrataban talento extranjero.

Cinco años más tarde participé en el primer homenaje de los mineros muertos en la explosión de Palaú. Mi tío compuso un corrido para aquellos hombres de la entonces mina 6, y lo hizo solo porque Grupo México se lo financió. Allí también les colocaron un monumento, como en cada pueblo y en cada ciudad de la Región Carbonífera. Quien posó como modelo del monolito fue Jacinto, el alcalde, y le soldaron una placa dorada que decía «A los mineros, paladines heroicos de la patria». A no más de dos metros, el mismo sindicato colocó la figura de la Virgen Dolorosa sobre una torre de concreto con los nombres de los muertos, entre los cuales estaban Gabriel, Pablo, Joaquín, y Erbey. Sus madres y sus esposas estaban tranquilas, porque el padre Martín les hizo ver que al igual que ellas, la virgen María también sufrió por su hijo. Esta comparación la hacía para fortalecerles la vida. Igual como lo hacía el gobernador, cuando leía los nombres de sus hijos y esposos en las efemérides.

Pero nació Sofia, mi hija. Por primera vez en la familia, alguien no bajaría a la mina, no se disfrazaría del Pípila y perdería la tradición de celebrar el Día del Minero.

Cuando Sofia entró a la escuela, Gloria seguía dando clases. En aquellos años el pueblo creció y las mejoras publicas aparecieron con las identidades corporativas de CFE, Grupo México y AHMSA: entrada al pueblo, contenedores y nombres de las calles. También Jacinto había dejado de ser alcalde para ser el dueño de un grupo de minas. El primer día de clase Sofia llegó a mis brazos llorando y me dijo: «No quiero ser la esposa de un minero». Le pregunté si fue por aquella frase que desde hace años repetía Gloria, y dijo: –«No soy de piedra como la mujer del monumento, no quiero ser viuda ni huérfana de la mina». Fueron esas palabras de Sofia, con tan sólo siete años, las que hicieron que bajara a la mina por primera vez con miedo y todos aquellos monumentos dejaron de tener sentido.

Desde que se vio a las viudas y a las familias exigir justicia, Santa Barbara ya no arqueaba sus labios, pero sus ojos seguían profundos y vacíos, porque ya eran otras niñas y otros niños quienes la saludaban, todos los domingos, en la misa del mediodía.

Ilustración: ©Sasha Reyna Fraga

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