Resistencia e insumisión en la Sierra Tarahumara

La entrega final de los padres Javier Campos Morales y Joaquín Mora Salazar

Raúl Cervera Milán, S. J.

El 20 de junio de 2022, alrededor de las tres de la tarde, fueron ejecutados, entre el altar antiguo y el nuevo del templo de Cerocahui, Chihuahua, los padres jesuitas Javier Campos Morales y Joaquín César Mora Salazar. Desde hacía muchos años habían venido entregando su vida en el servicio pastoral, de manera particular, a los pueblos rarámuri y rarómari . Escribo los siguientes párrafos como un nano-homenaje en memoria de estos queridos hermanos.

Narrativa memoriosa y evocadora

Las circunstancias que rodearon la ejecución de los padres Javier y Joaquín contienen aspectos evocadores. Cedemos al amable lector(a) la explicitación de los mismos.

Prólogo

Alrededor de las 13.15 horas, el jefe de una banda de sicarios, encuentra en el restaurant de un hotel cercano al templo a Pedro Heliodoro Palma Gutiérrez, guía de turistas. Éste le habría dicho: “traigo turistas, ya bájale por favor” .

Esa misma mañana, muy temprano, el cabecilla había ultimado al joven Paul Berrelleza Rábago . Antes de retirarse, él y sus secuaces prendieron fuego a la humilde vivienda. El móvil: el día anterior el equipo de beisbol de Berrelleza había derrotado al que patrocinaba el delincuente. 

Primer acto: crimen y… solidaridad

En el interior del templo, Pedro Palma está de rodillas a los pies del tabernáculo, viendo hacia la nave. Temblando, suplica al jefe de la banda que le perdone la vida. A su vez, el padre Javier, apodado cariñosamente “el Gallo”, trata de convencerlo para que libere a Palma y salga del templo. “Tranquilo, ya vete a descansar”, le suplica. 

En ese momento entra al presbiterio el padre Joaquín. El cabecilla hace un gesto de disgusto o desconcierto. El padre atendía regularmente a la vecina población de Bahuichivo, residencia habitual del capo. Durante la discusión, alguien había encendido el cirio pascual.

Finalmente, a pesar de las súplicas de los padres, Pedro Palma es privado de la vida alrededor de las dos de la tarde, al parecer, afuera del templo.

Segundo acto: “Pagando el precio”

Minutos antes de las tres, el cadáver del guía yacía en el templo, a los pies del altar del Sagrado Corazón, montado a la sazón para la fiesta litúrgica. En los corredores de la casa de la comunidad, el Padre Gallo comenta con el Padre Joaquín el hecho del asesinato y la presencia del cadáver en la iglesia. Sin tomar en cuenta el consejo del primero (“ya está muerto, Joaquín…”), el padre trae de su cuarto la cartera del óleo de los enfermos para ungir el cuerpo. Una vez completada la ceremonia, regresa a la sacristía y asegura la puerta que conduce al templo.

El líder de la banda fuerza a patadas la entrada y conduce de los cabellos al padre Joaquín hacia el presbiterio. En los siguientes momentos se les unen Gallo y otro sacerdote de la comunidad. Intentan convencer al cabecilla para que se retire del recinto, pero éste eleva el tono de sus palabras. 

Los padres están ubicados entre el altar antiguo y el nuevo. El último en llegar se encuentra de espaldas a la puerta de la sacristía; a su derecha, el padre Joaquín, de espaldas al altar antiguo; a su izquierda, el padre Javier, cerca del ambón. Le suplican al sicario que traslade hacia afuera del recinto el cadáver de Palma y abandone el lugar.

Por toda respuesta, éste, desde el centro del presbiterio, apunta hacia el padre Joaquín y acciona el arma; la víctima se desploma sobre la plataforma del altar; en seguida le dispara el tiro de gracia. En esos mismos instantes, se escucha otra descarga dirigida al padre Javier quien cae mortalmente herido. En el tiroteo, dos proyectiles impactan en la pared del recinto. La alfombra queda impregnada de la sangre de los sacerdotes.

Los sicarios conducen los cuerpos hasta el traspatio de la casa de la comunidad; aparece una camioneta pick up y los apilan en la caja. Después de cerca de una hora abandonan el lugar. Durante ese lapso, el cabecilla, alcoholizado, había solicitado ser oído en confesión.

Epílogo

La tarde del día 22 los restos mortales de “Gallo”, del padre Joaquín y de Pedro Palma fueron localizados en un paraje ubicado entre los kilómetros 38 y 39 de la carretera que comunica a Creel con San Rafael, a pocos metros de la misma. El día de hoy se pueden apreciar tres cruces conmemorativas en el sitio. 

La linterna de Diógenes

Pudiendo enfocar estos párrafos reflexivos desde diferentes perspectivas, hemos elegido hacerlo desde la fe y la cultura del pueblo tarahumara, con la convicción de que esto nos permitirá vislumbrar, no sólo por qué Joaquín y Gallo decidieron hacer su vida en un contexto social y político que se fue enrareciendo hasta hacerse casi irrespirable a causa de la violencia, sino también por qué decidieron afrontar la posibilidad inmediata de dejarla deshacer, entregándola, en un momento supremo de discernimiento personal y, por lo mismo, irrepetible. De este modo descubriremos una de las fuentes en la que bebieron una visión del mundo y unas actitudes que asimilaron morosamente a lo largo de los años. Rescatemos, pues, cinco rasgos centrales de la cultura creyente de los rarámuri.

Comunión de bienes

El primer rasgo es una actitud solidaria que se expresa de manera tangible, en primer lugar, en la estrecha convivencia que tienen entre sí los pagótuame (los bautizados) con motivo de las fiestas que celebran a lo largo del ciclo anual. Durante las mismas se dan la oportunidad de reforzar esta actitud a través del encuentro entre las familias, las cuales suelen vivir relativamente dispersas. En estas celebraciones se intercambian las noticias, se discuten los asuntos políticos o económicos, se realizan los juicios y las tranferencias de autoridad, se comparten los usos y tradiciones, se refuerza la identidad.

Por su parte, quienes asumen el cargo de fiesteros ponen en práctica su misión central, a saber, proporcionar los convites a los y las demás participantes a través de un modelo de compartición gratuita de alimentos que conlleva, por lo mismo, una nivelación económica. 

En esta misma línea se encuentra la institución de la kórima. Esta palabra hace alusión a la ayuda que todo tarahumar tiene derecho a solicitar por parte de cualquier miembro de la comunidad local que se encuentre en mejor situación económica, en momentos en que la persona transita por una necesidad grave.

Amén de otras formas en las que los rarámuri comparten sus bienes, en el fondo de estos canales de apoyo solidario se encuentra una actitud propia de su cultura: la repulsa a la acumulación de bienes y de recursos pecuniarios. La propiedad privada existe y es personal, incluso la de los niños; pero los bienes básicos y el trabajo necesario para la vida siempre se comparten. Oigamos el testimonio de Petrus Van Hamme, misionero jesuita del siglo XVII:

“Si alguno encuentra a otro comiendo, y desea comer a su vez, puede hacerlo sin la menor ceremonia o excusa, sin apresurarse y sin que nadie lo haya presentado de antemano. Si alguno necesita un caballo, algunas veces lo solicita a otro tarahumar y en otras ocasiones lo utiliza sin pedirlo. Cuando su dueño se da cuenta de que se han llevado su caballo, sigue aún muy lejos al que se lo llevó; y una vez que deja el caballo el que lo cogió, el dueño lo regresa sin decir palabra”.

Servicio respetuoso

Otro rasgo que nos interesa poner de relieve es la forma como los rarámuri desempeñan los diferentes cargos que vertebran la vida de las comunidades. 

En primer lugar, se trata de servicios, puesto que no exigen ninguna remuneración de carácter mercantil. Así funciona el nombramiento más importante, el de siríame -traducido impropiamente como gobernador-, que constituye a la persona en el primer responsable de velar por la existencia de los miembros de su pueblo y de conservar sus usos y tradiciones. 

Una de las formas privilegiadas con las que desempeña su misión es la acción de “decir el nawésari”, una exhortación que dirige a todas y todos los pagótuame que se congregan para la misa dominical y para las festividades. Normalmente, al terminar la celebración litúrgica oficial, la gente se congrega en el atrio para escuchar las palabras de su siríame.

Las actuales autoridades tarahumaras gobiernan a través de consejos y exhortaciones, excluyendo la coerción y la pena. De este modo mantienen una práctica ancestral, atestiguada ya por los misioneros jesuitas del siglo XVII, José Tardá y Tomás Guadalajara: “Los gobernadores y principales es (sic) más como procurador, que no como gobernador ni capitán, porque en lo que toca a los demás sólo propone y cada uno hace lo que quiere”.

Hay que enmarcar este modo de proceder en el contexto del respeto y la convivencia pacífica. Así lo inculcaba Gabino, siríame de Norogachi, en un nawésari pronunciado a principios de la década de los años 50: “El que es padre (ionorúame) así lo mandó. Que nosotros vivamos sin odiarnos unos a otros. Así nos bajó este monte para nosotros (…) Por eso mismo, quiéranse unos a otros y hagan a un lado los pleitos”.

El cuidado de la vida y de la creación

La solidaridad y el servicio que los rarámuri practican entre sí los extienden más allá de este círculo. Atesoran la convicción de que Dios, “el que vive arriba” (Re’pá-atíame) los necesita para la celebración de la fiesta y lo que ésta significa: conservar la vida del sol y de los seres humanos, pedir perdón por las faltas, restablecer la armonía y vencer “al que habita abajo”, el diablo. Están convencidos de que si descuidan esta misión el sol y la luna pueden palidecer y morir. Por eso se conciben a sí mismos como “las columnas del cielo y de la tierra”. 

Este es el significado de la nocturnidad de las danzas que constituyen la primera parte de las fiestas y se conciben como un trabajo. Si se ejecutan en ausencia del sol, “hijo de Dios”, es precisamente con la intención de mantener el movimiento, el calor y la luz o, lo que es lo mismo, la vida. En este sentido, los rarámuri se desempeñan en estas ocasiones como lugar-tenientes del sol.

Esta cosmovisión, plena de simbolismo y belleza, está relacionada con su profundo respeto por la creación, expresado en el siguiente relato ancestral en el que se insinúa una sanción en cierto sentido escatológica por las conductas inapropiadas: “También decían (los moradores de antaño) que todo cuanto existe sobre la tierra y todos los animales que comimos, cuando fuera el fin del mundo, que ellos nos devorarían, por ejemplo, las vacas, las chivas y los ratones”.

Identidad y resistencia frente al sistema dominante

Los y las rarámuri tienen en alta estima su cultura, sus valores y su lengua. Como contrapartida, mantienen muchas reservas frente a las costumbres de los chabochis (los mestizos), si bien, simultáneamente, han sabido asimilar aquellos elementos que consideran beneficiosos, en un ejercicio de discernimiento y diálogo intercultural. 

En todo caso analizan con nitidez el poder y el confort de los cuales los recursos económicos y técnicos proveen a los blancos. Sin embargo, prefieren permanecer en comunión de bienes y servicios para poder celebrar la vida, al precio de mantener una economía de subsistencia y una práctica de la austeridad, en ocasiones extrema. Hacer vida en familia, en parajes y regiones aisladas y abruptas constituye una de las manifestaciones de esta resistencia pacífica.

De este modo neutralizan la Perla Peregrina de la empresa neocolonial: la introyección de la cultura dominante en los colonizados, una vez lograda la cual no existe dique alguno a la ambición de los potentados. Así lo da a entender Rojuanito Rikubina, gobernador de Riwirichi, en un nawésari pronunciado durante un viernes santo: “Sale muy caro cuando queremos andar con camisa. Se pasa de caro. Por eso se entristecen algunos y así andan haciendo. Andan matando para vender animales. No hay que hacer eso, porque somos los tarahumaras como un solo hermano”.

Resistencia extrema

Avituallados con su cultura seminómada, desde siempre ha habido rarámuri que han migrado a las ciudades. A ello ha contribuido, ancestralmente, la progresiva invasión de sus territorios por parte de los blancos. Últimamente, la escasez de tierra cultivable, connatural a la geografía norteña y agravada por el ascenso poblacional, ha presionado más en esta dirección.

Pero ha sido el inconmensurable agravamiento de la violencia provocada por los cárteles -en un mimetismo recíproco con las autoridades- lo que ha puesto a los rarámuri frente a la disyuntiva de permanecer en los territorios que han amado desde tiempos inmemoriales o trasladarse forzadamente a las metrópolis.

Las y los que han optado por la migración se ven forzados a pelear a brazo partido por mantener sus costumbres en un ambiente duplicativamente adverso, como lo es el caos urbano, individualizante y racista. En términos generales el amor a su cultura y a su lengua han triunfado ampliamente. Pero no se puede descartar una cierta erosión de esta herencia milenaria especialmente entre algunos sectores jóvenes, y de manera más acelerada en los últimos veinte años.

Por su parte, los que han decidido permanecer en sus antiguos lares enfrentan la extrema violencia y el reclutamiento forzado de sus jóvenes por parte de las cuadrillas armadas.

De este modo, podemos concluir que, en el presente, tanto la migración a las grandes ciudades como la permanencia en los territorios serranos se convierten en propósitos extremadamente comprometidos y, por lo mismo, postulan una intensificación de las actitudes personales y colectivas que permiten afrontar estas circunstancias poderosamente adversas. 

Esta escalada se da siempre en el contexto de lo que la experiencia creyente nombra ayuda divina. El Espíritu rompe inercias y fronteras proverbiales y florece en nuevas formas de vida y resistencia. De este modo, donde abunda el pecado, sobreabunda la gracia y desborda los cauces recibidos de los antepasados nutriendo una actitud de fidelidad alegre, creativa y combatiente.

Conclusión

Joaquín y Javier compartieron y conformaron su vida con el pueblo rarámuri. Y lo hicieron no sólo en la cotidianidad, sino en un momento supremo. Enfrentados a la posibilidad real e inmediata de experimentar la muerte, decidieron compartir su existencia misma en un servicio postremo al cuidado de la vida, manteniendo una actitud de resistencia frente a los antivalores pregonados por el sistema social dominante.

Fuentes bibliográficas

Luis González Rodríguez, Crónicas de la Sierra Tarahumara, Secretaría de Educación Pública, México 1984.

Entrevista que concedió al autor de estas líneas Carlos Vallejo Narváez el 18 de septiembre de 2022, en Sisoguichi, Chihuahua, en el marco de la asamblea de la diócesis de la Tarahumara.

Carlos Vallejo Narváez, Nawésari. Colección de discursos de gobernadores rarámuri en diversas partes de la Sierra y de diversas épocas, Edición del autor, Norogachi 2015.

Pedro de Velasco, Danzar o morir. Religión y resistencia a la dominación en la cultura tarahumar, Ediciones CRT, México 1983.

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