¿Puede alguno hablar en nombre de Dios?

¿Puede acaso alguno decir que habla en nombre de Dios? ¿O puede proclamar alguien haber sido elegido en nombre de la divinidad para actuar en su nombre? Estas preguntas pueden parecer retóricas y dar la sensación de que, evidentemente, dependerá de qué se diga en el nombre de Dios o de qué actividad se haga por encargo suyo. Y la respuesta pronta puede ser que todo depende si ese decir o hacer se ajusta al Dios revelado.

Sin embargo, a pesar de la corrección de la respuesta, me parece que esconde una dificultad grande. ¿Cuál es el criterio para discernir lo que Dios revela? Porque en el nombre del mismo Dios algunos afirmarán la inclusión y la acogida, y otros la territorialidad y el exclusivismo; se puede clamar por un Dios amoroso y misericordioso, pero habrá quienes reclamen su justicia y su parcialidad.

La discusión se aleja de ser ociosa cuando nos percatamos de su gran actualidad. Y eso, en sí mismo, no deja de ser sorprendente, en una época en la que tantas voces enfatizan la secularidad de la historia. ¿Por qué «Dios» es tan convocado en el mitin como en la opinión pública? ¿Basta invocarlo para asegurar que está a nuestro lado? ¿Qué nos posee para ser sus mensajeros?

Más allá de una curiosidad del lenguaje, «Dios» es una realidad compleja sobre la cual parece haber una especie de omni–hermenéutica desde la cual todos pueden opinar y decir verdad. Si «Dios» aparece en el discurso, quizá el periodista analizará el uso de un lenguaje religioso y cómo éste conecta con un público amplio; el sociólogo puede ser que nos ayude a descubrir las estructuras relacionales desde las cuales se posibilita el apelo a lo sacro, o quizá el ministro religioso nos pueda advertir del uso fundamentalista de algún texto sagrado en favor de un interés particular.

Sin embargo, ¿habrá alguien que nos pueda orientar en un criterio de discernimiento en relación con el Dios revelado y que al mismo tiempo pueda estar atento al uso indiscriminado de la realidad de «Dios» como un recurso más para justificar una proyección personal o social? Me parece que esta es la grave misión de la teología, pero principalmente de las mujeres y los hombres que la practican. La teología no es hablar en nombre de Dios, pues en tal caso estaríamos encerrados en un círculo vicioso: amonestaríamos a unos por hablar en nombre de Dios, diciendo que nosotros sí hablamos en su nombre. Y para no pecar de hybris —de exceso—, la teología ha de reconocer su misión propia y sobre la cual ningún otro tipo de saber podrá sustituirla: abrir espacios adecuados para que Dios hable.

Tal vez algún lector pueda pensar que este tipo de consideración se aleja del carácter profético de la teología. Yo respondería que precisamente el trabajo de la teología es crear el espacio para la profecía, y reconocer que las y los profetas pueden nacer en muchos otros ámbitos y saberes; que incluso puede haber teólogos y teólogas profetas, pero que no toda teología es profética por el solo hecho de hablar de Dios.

Hace algunos años Ignacio Ellacuría escribió un pequeño ensayo sumamente valioso y, a mi entender, unas de sus mejores páginas, Filosofía ¿para qué?, en el cual mostraba una de las razones por las que todavía hoy valía hacer filosofía, se hace filosofía para vivir en el examen y habitar la realidad con el coraje de desenmascarar la ideologización de ésta.

Quizá, de manera análoga, valdría la pena preguntarnos Teología, ¿para qué? La respuesta debería atravesar el núcleo de la revelación de Dios hacia la cual la teología está al servicio. Los «porqués» se estudia teología pueden ser varios, desde la recurrencia a ella por optar al servicio ministerial, hasta la que la puede considerar la más alta inteligencia de la fe. Sin embargo, nuestra pregunta nos conduce en el «para qué» seguir hoy invirtiendo nuestras fuerzas en un saber que algunos consideran innecesario.

Nuestra respuesta, aquí en simple esbozo, tendría que pasar por la libertad que pide el don de la revelación de Dios. Hemos de seguir haciendo teología, al menos, para que el nombre de Dios no sea dicho en vano. Para ayudar a los hombres y mujeres a reconocer que Dios es inmanipulable y que en su revelación no todo discurso y acción tiene cabida. El para qué de la teología es crear espacio para que el logos de Dios pueda ser dicho aun ahí donde no existen las palabras y donde su nombre sea a su vez revelación de su realidad.

Por eso, el nombre de Dios, aunque infinitamente todo en la realidad, es uno solo en la revelación: Jesucristo. Y a su nombre está ligado para siempre su Evangelio. No cualquier uso es permitido del nombre de Dios, y, si alguno dice que ha sido elegido por la más alta divinidad para amenazar, hacer injusticia o excluir, la pregunta no ha de ser si habla en nombre de Dios, sino ¿cuál es su dios tan pequeño que pretende usurpar un nombre que no le pertenece?

Teología, ¿para qué? Para que al menos no cualquier palabra sea confundida con la Palabra definitiva que pronunció Dios a nuestro favor, éste es mi Hijo ¡escúchenlo!

DESTACADO

«¿Por qué «Dios» es tan convocado en el mitin como en la opinión pública? ¿Basta invocarlo para asegurar que está a nuestro lado? ¿Qué nos posee para ser sus mensajeros?»

Para saber más:

  • Sobre la profesía en el hacer teológico vale la pena leer la opinión de Luis Arriaga SJ, quien hace ver atinadamente la fuerza de una palabra profética que cimbra el corazón frente a la pretendida omnipotencia de un poder absoluto. 
  • Ellacuría, ignacio, “Filosofía, ¿para qué?”, en Escritos filosóficos. Tomo III, UCA Editores, San Salvador El Salvador, 2001, pp. 116–131. Puede consultarse en línea: http://hdl.handle.net/11674/2565

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