Entrevista al sacerdote diocesano Jesús Mendoza
Efraín M. Zaragoza
El más pobre, el más rezagado, el más violento. El más vulnerable y peligroso. La propia ONU ha equiparado a algunas de las localidades del estado de Guerrero con la miseria de las aldeas africanas. Con la paciencia del tiempo, se cocinó allí un dramático caldo de cultivo que permitió al crimen organizado adueñarse de vastos territorios. La población, hoy, se mueve entre grupos armados: los de las mafias criminales, los cuerpos policiacos gubernamentales y los de las autodefensas… sin contar a algunos grupos que ocasionalmente asoman y se reivindican como herederos de la guerrilla que azotó la región en los años 70 del siglo pasado.
Y las violencias de unos y otros, que van de la colusión a la omisión y el abandono, tienen una compleja interconexión, advierte el sacerdote Jesús Mendoza Zaragoza, párroco de La Sabana, un suburbio de Acapulco, ese puerto del sur que es algo más que sol, playa y hoteles de lujo. Tan sólo en lo que respecta a las mafias del narco, conviven ahí los cárteles Jalisco, Beltrán Leyva, Guerreros Unidos, Los Rojos, la Familia Michoacana y Los Caballeros Templarios, cuya estela de actuación forma un dramático tapiz de víctimas en modalidades poco visibilizadas.
Es un campo multiforme. Algunas víctimas son visibles, como es el caso de media docena de organizaciones de familiares de desaparecidos, pero la gran mayoría están en el abandono, por su desorganización. Abundan también las víctimas de la extorsión y no son pocas las víctimas del desplazamiento forzado. Hay regiones completas, en la sierra y en las ciudades, que ya se quedaron solas, según me cuenta: «es un desplazamiento granulado, hoy se va una familia, mañana se va otra».
Antes de hacerse cargo de la parroquia, y a partir de su convicción de que la Iglesia católica debe comprometerse con los despojados y perseguidos, durante varios años tuvo a su cargo el programa arquidiocesano de atención a víctimas. En este entorno de heridas múltiples, todas abiertas, el párroco reflexiona sobre su misión.
Lo primero, dice, «es abrir los ojos para comprender lo que está pasando y escuchar una verdad que es sistemáticamente ignorada. Las víctimas desconfían de todo mundo y tienden a recluirse; la gran mayoría no busca justicia porque no cree en ella, cree que es inútil».
Con la ayuda de experiencias eclesiales de Colombia, en la arquidiócesis de Acapulco se generó un modelo de acompañamiento que incluye lo espiritual, lo pastoral, lo psicosocial y lo jurídico. «A través de centros de escucha en las parroquias, construimos un cauce para las víctimas, y aunque nuestro alcance es limitado, la Iglesia ha sido la única institución que ha podido hacer algo, pues la sociedad civil se encuentra desarticulada y amedrentada». No obstante que la experiencia de construcción de «caminos de acompañamiento» se ha constreñido a atender una emergencia «que dura ya doce años», ha sido compartida en otras regiones, como Michoacán, Tamaulipas, Puebla y Veracruz.
¿Puede la gente perdonar en estas condiciones?, le pregunto. «A quien le asesinan a un hijo no le puedo pedir que perdone, al menos en ese momento; le puedo acompañar y, a través de todo un esquema de acompañamiento, ayudarle a ver que le haría mucho bien pensar en el perdón como algo que le va a sanar y remediar su situación personal, pero es un trabajo que para dar resultados tiene que ser muy lento, con imaginación moral».
Para dar dimensión a otros filones del entorno violento, el sacerdote comparte algunas historias, relacionadas con los jóvenes, el sector más vulnerable ante los embates del narco. Cuenta cómo un muchacho se ganaba la vida cantando en una pozolería, a la cual era ordinaria la llegada de personas armadas. En una ocasión, terminando de comer, un grupo armado le pidió que los acompañara, lo que aceptó creyendo que era para que les siguiera cantando. Ya fuera de Acapulco, los hombres armados «pararon en una vereda y de la cajuela sacaron a una persona que llevaban atada y la tiraron. El jefe se dirigió al muchacho y le puso una pistola en la mano». «Te toca matarlo», le ordenó. El joven se puso a temblar y a llorar. Enfadado, el criminal le quitó la pistola y le disparó al cautivo, y enseguida se dirigió al carro y sacó un machete. «No lo mataste, ahora lo vas a hacer cachitos». El muchacho tenía que salvar su vida y, temblando, tomó el machete. Tras descuartizarlo, fue obligado a rociarle gasolina hasta que las partes del cuerpo fueran consumidas por el fuego.
«El joven de 22 años, que me contó esa historia a llanto abierto, no se la podía guardar esa noche y necesitaba quién lo escuchara, para enseguida tomar la decisión de abandonar Acapulco. “Hoy mismo me voy con mi familia”. Tuvo que irse. Huía o aceptaba ser reclutado, pues ese es un método de reclutamiento criminal».
Otra historia de esta violencia, relata el padre: «en el lugar donde yo estaba, el narco tiene el control del territorio, el control político
y social, son en los hechos la autoridad reconocida hasta por los ministerios públicos, los militares, los policías y los políticos. En un contexto electoral, los narcos se sintieron traicionados por el gobierno y al saber que un grupo de autodefensas amenazaba con entrar a su territorio, un domingo me llegan a la hora de la misa, armados, portando una lona que decía: “Queremos la paz, señor gobernador”. Estos se equivocaron, dije, aquí no está el gobernador. Se mantuvieron en el centro de la iglesia y sólo les pedí que se hicieran a un lado. Al final de la misa fui a recibirlos. Me dijeron que tenían que atender esa amenaza de intrusos en su territorio
y querían una bendición. Entendí que tenía que hacer algo. “Miren, a ustedes los puedo bendecir, pero a las armas no, dejen las armas y hacemos la bendición”. No esperaban eso, pero lo aceptaron. Dejaron en un rincón las armas y, entonces, se acercaron y rezamos la Oración por la Paz, que está compuesta por el Episcopado Mexicano, y empecé a darles una catequesis. Me soportaron media hora, rezamos el Padrenuestro, les rocié agua bendita y se fueron. Sólo les pedí que no hicieran daño a nadie, porque si hacen daño no hay bendición, hay maldición. Dios me los trajo, son oportunidades que se presentan para acercarse, también, a los criminales».
Mendoza coincide con el obispo de Chilpancingo/Chilapa, Salvador Rangel, en el sentido de que un camino de construcción de la paz en México debe incluir a los grupos armados, pues tienen necesidades económicas y sociales legítimas. La paz la construimos entre todos y no podemos excluir a nadie, ni siquiera a los agresores. «No estaría a favor de un entendimiento táctico solamente para que no se vea su presencia o para dejarles cuotas de poder. La solución no es meterlos a la cárcel o matarlos. Deben abrirse otras opciones. Una amnistía, por ejemplo, que no significa impunidad, sino que quienes quieran dejar las armas pasen por procesos de justicia, quizá con penas menores, medidas de justicia transicional, porque no hay salida sin justicia y sin verdad. Es una tarea pendiente que este gobierno no ha querido tomar todavía en sus manos».
Cuando le inquiero si la esperanza cristiana tiene reservas para ayudar social y espiritualmente a estas regiones tan lastimadas, me contesta: «Hay quienes me han preguntado qué hago yo en territorios gobernados por criminales. Es cierto, no puedo hacer denuncias abiertas, porque el día que lo hiciera me tendría que ir, y no se trata de eso, se trata de estar con la comunidad. Pero sí podíamos preparar el futuro, pues un día se van a abrir puertas, y tenemos que preparar a las comunidades. En esos lugares de tanta desesperanza y dolor, una de las grandes tareas de la Iglesia es fortalecer la esperanza de que hay una salida, pues creemos en las promesas de Dios de que este mal tocará su fin».
Esta convicción pastoral no ha estado exenta de pasajes difíciles. Como cuando el sacerdote acudió al funeral de un joven asesinado. Mientras se revestía para la celebración, en la funeraria, un hombre se le acercó y le preguntó qué hacía ahí.
«Me pidieron que celebrara la misa para orar por este muchacho, le expliqué. “Lárguese, Dios no estuvo para proteger a mi hijo, para que no lo mataran, y no quiero nada con él, lárguese”. Tuve que dejar todo e irme, no podía darle ningún argumento, no había condiciones. En el momento del golpe violento hay una crisis que derrumba a la persona, es una crisis emocional, cognitiva y espiritual, y hay que respetar esa situación. Hay familias enteras y comunidades devastadas, y hay que hacer presencia para decirles que hay algo de esperanza».
Otra pregunta que me surge es: ¿No ha tenido la tentación de irse de esa región? Él responde tranquilo: «Me ha venido la idea y me lo han planteado. Pero no, por algo Dios me puso aquí. Aquí voy a vivir, en la misma suerte de esta gente. Donde estoy actualmente hay bandas armadas, van por las calles todos los días y yo tengo que ir y venir por esas calles. Tengo una misión y me toca estar ahí. Y si algo pasa, pues ahí queda uno, en el cumplimiento
de la misión».