Guadalupe, la independencia y la identidad mexicana

La devoción a Santa María de Guadalupe es uno de los procesos más complejos en la historia de México; por su construcción, por sus efectos y por sus controversias. Lo que resulta incontestable es que representa el símbolo mayor de la identidad nacional junto con la bandera. Sin menoscabo de las diferentes devociones marianas regionales, es la Guadalupana quien ata los días cotidianos y el mayor día festivo de la mexicanidad.

Fue a mediados del siglo XVII cuando se publicaran los primeros textos con la narración de las apariciones guadalupanas: en 1648, el escrito en castellano por el sacerdote Miguel Sánchez; al siguiente año, el bachiller Lasso de la Vega lo publicó en náhuatl bajo el título de Huey Tlamahuizoltica, donde incluyó el relato atribuido a Antonio Valeriano denominado Nican Mopohua; hacia 1660, el jesuita Mateo de la Cruz escribió una segunda versión del libro de Sánchez, destinada a un público más amplio. El contenido de estos documentos ha generado numerosos estudios y nació el gran debate acerca de las apariciones y la procedencia de la imagen.

Foto: Cathopic

En la época virreinal, la oratoria sacra fue uno de los medios de propagación de la devoción a María de Guadalupe, y en la Compañía de Jesús encontró la Guadalupana a la Orden religiosa que impulsó decisivamente su culto. Fue tanta su devoción que, de acuerdo con las investigaciones realizadas por Pilar Gonzalbo, cuando menos «diecisiete jesuitas vieron impresos sus sermones guadalupanos, trece escribieron historias sobre el asunto y muchos más cantaron en verso sus alabanzas». Francisco de Florencia, no se quedó atrás en cuanto a título barroco, pues llamó a su libro La estrella del norte de México aparecida al rayar el día de la luz evangélica en este Nuevo Mundo en la cumbre del cerro del Tepeyac, orilla del mar texcocano…; a él se debe la aplicación de la frase bíblica: Non feci taliter omni nationi, al hecho guadalupano, frase que había de convertirse en lema del culto y en expresión soberbia del nacionalismo criollo. Fue el padre Florencia quien llevó a Roma, en 1666, las súplicas del cabildo metropolitano para que se concediera un oficio litúrgico propio en honor de la Virgen de Guadalupe. Roma no fue propicia en aquel momento, aunque fijó el 12 de diciembre para la fiesta guadalupana, que es desde entonces la fecha fundamental en la vida cultual de los mexicanos. La jura del patronato guadalupano sobre la Nueva España, hecho en 1754, resultó esencial para potenciar el culto pues robusteció a esta advocación mariana como punto de vínculo para toda la región del virreinato.

Constituida ya como un referente identitario para todos los grupos sociales novohispanos y con un culto que rebasaba a los demás, no resulta extraño que el padre Miguel Hidalgo la haya enarbolado para guiar su movimiento contra el mal gobierno y que el padre José María Morelos ordenara en Ometepec que todos los insurgentes mayores de 10 años llevaran en su sombrero la cinta proclamando su devoción a la Virgen de Guadalupe. La adopción de la Virgen de los Remedios hecha por el ejército realista de la Ciudad de México como su protectora y que los angelopolitanos y tlaxcaltecas hicieran lo propio con la de Ocotlán, favoreció que naciera esta falsa “pugna” entre los íconos marianos. Un solo ejemplo, a decir del cura de un pueblo en Tlaxcala, los insurgentes entraron desarmados y en su compañía adoraron al Santísimo con todo el respeto debido al templo y al sacerdote, actitud religiosa muy a tono con el “quien vive” que pidieron a los pobladores, el cual era: “Nuestra Señora de Guadalupe”.

Desde finales del siglo XVIII, comunidad y territorio se encuentran bajo un elemento común: Guadalupe, el cual se reactivó con el movimiento insurgente y luego en la consumación de la Independencia. Síntoma de ello fue la apoteósica entronización que hizo el Congreso de 1823, habiendo decretado que la Virgen es la emancipadora de la nación, de manera que entró la imagen bajo palio con toda solemnidad y fue entronizada en la sala del Congreso para que cada diputado le rindiera honores. Promulgada la Constitución federal de 1824, en diciembre de ese mismo año, un decreto sancionó el 12 de diciembre como una de las cuatro fiestas nacionales de aquella incipiente república católica.

A lo largo del siglo XIX su culto ya no tuvo competencia como elemento de identidad nacional y en la misma capital del país se enarboló desde el poder político, por ello el Ayuntamiento mexicano designaba y pagaba al orador eclesiástico que cada año pronunciaba el sermón que la capital del país le dedicaba en su propio santuario. La guerra de Reforma llevó a la imagen guadalupana como signo en la defensa de los privilegios de la Iglesia y de los pueblos de indios, ambos afectados por las leyes de desamortización. Llegado el porfiriato se robusteció el culto y se dieron pasos hacia una exaltación máxima de la imagen a través de la coronación pontificia promovida por Plancarte y Labastida. Este acontecimiento detonó un nuevo debate y puso en el ojo del huracán el tema guadalupano, aunque el mare mágnum era ya indetenible y el episcopado, apoyado por Roma, rechazó cualquier expresión contra el culto y narración de las apariciones.

Las demás devociones marianas en México mantuvieron su fuerza, por un lado los antiguos santuarios conservaron la presencia regional, pero la Virgen de Guadalupe aglutinó a la mexicanidad de forma omnipresente, creciendo este vínculo con las peregrinaciones anuales de las diócesis que dieron inicio a finales del siglo XIX.

Especialmente, durante el movimiento cristero fue la figura mariana por excelencia junto a Cristo Rey. La frustrada celebración del patronato guadalupano sobre América Latina proclamada en 1910 —y cuya ejecución ocurrió hasta 1933 en Roma incluyendo la coronación de una imagen pintada en 1752 por Miguel Cabrera— acrecentó el esfuerzo del episcopado por hacer que la presencia de la Virgen del Tepeyac calara hasta el último rincón del país. Para el siglo XX, los instrumentos de difusión fueron múltiples, no sólo los sermones, también revistas, peregrinaciones, calendarios como el Almanaque Guadalupano y por supuesto el cine: en 1931 se filmó Alma de América, cinta sonora sobre las apariciones guadalupanas, le siguieron otras películas, entre las cuales destacan La Virgen Morena y La Virgen que forjó una patria, ambas rodadas en 1942, que tuvieron una amplísima resonancia en todo el país.

Así, a cinco siglos de los años fundacionales de la evangelización en México, cobrará con fuerza la reflexión sobre la presencia y significado de Santa María de Guadalupe en la mente y en el corazón de los mexicanos.


Este contenido fue publicado en el blog de Buena Prensa, quien autoriza su reproducción.

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